Los primeros conversos indígenas chamulas al cristianismo evangélico datan de principios de la década de los sesentas del siglo pasado. En San Juan Chamula, a menos de una hora de San Cristóbal de Las Casas, Chiapas, dominaba férreamente una organización religiosa y política tradicional, en la que se mezclaban creencias indígenas con ciertos elementos del catolicismo. Ir contra esa organización significaba recibir duras sanciones y castigos.
En 1967 Pascuala López Hernández era una joven tzotzil a la que le esperaba el mismo destino que a las mujeres de su etnia en edad para casarse. La de Chamula era una sociedad rígidamente estructurada, y donde cada quien debía desempeñar sus funciones asignadas de acuerdo a las
Soy originaria del paraje Zactzú, perteneciente al municipio de Chamula, en Los Altos de Chiapas. Cuando era católica mis padres me enseñaron todas las que eran sus costumbres: adorar imágenes, rendir culto a los ídolos, participar en las fiestas religiosas en las que había mucha borrachera, consultar al jilol (chamán) para sanar de las enfermedades. Conocí a unos misioneros americanos (se refiere a Kenneth Jacobs y su esposa Elaine, traductores del Instituto Lingüistico de Verano) con los que se reunía el hermano Miguel Gómez Hernández, al que le decían “Caxlán”, y ellos me hablaron de la Palabra de Dios.
El hermano Miguel Caxlán empezó a predicar en los parajes de San Juan Chamula, porque la casa de él estaba cerca de la Iglesia católica en la cabecera municipal. Entonces hubo grandes cambios. Un señor llamado Domingo, quien anteriormente era curandero, se convirtió al Evangelio, de pronto cambió de vida y dejó su trabajo de brujo. Así iba creciendo el número de personas que creían lo que dice la Palabra de Dios. Nosotros los chamulas creíamos en la brujería y la practicábamos. Había muchas enfermedades y muchas personas morían.
Yo tenía miedo a eso de las brujerías, por eso acepté al Señor Jesús como mi Salvador. Cuando esto pasó mis tías, que eran brujas, se enojaron mucho conmigo. Cuando me enfermaba ya no iba con ellas a consultarlas. En ese tiempo la gente de mi paraje se dio cuenta que yo era cristiana y amenazaban con matarme, con quemar mi casa. Mis hermanas ya estaban casadas. Ellas y sus esposos eran muy borrachos, pero mis hermanas ya no querían seguir así. Cuando sus maridos se enteraron de que deseaban cambiar, iban a matarlas a cuchillazos, pero mis hermanas confiaron en Dios. Así vinieron a nosotros, los del grupo cristiano, a escuchar la Palabra de Dios hasta San Cristóbal de Las Casas. Para asistir a la reunión caminábamos tres horas.
Desde el primer día que asistí a la reunión ¡me gustó mucho! Todo lo que hacían me parecía muy bonito; los cantos, el mensaje, la comunión, los consejos, todo me gustó mucho. El hermano que explicaba la Biblia era Miguel Caxlán, originario del paraje Yalhuacash, municipio de San Juan Chamula; él hablaba el mismo idioma que nosotros (tzotzil), por lo que podíamos entender claramente el mensaje que él impartía. Me gustó tanto el Evangelio que a partir de la primera ocasión que lo escuché seguí asistiendo a las reuniones cada domingo, aunque mi paraje estaba a tres horas de camino de la ciudad. En la iglesia aprendimos que Jesús había muerto en la cruz por nuestros pecados, porque nos amaba mucho. Yo experimenté un cambio en mi vida, sentía que todo lo que me rodeaba era nuevo y veía todas las cosas de diferente manera. Dejé de tomar posh (bebida embriagante) aprendí que no debería tener temor del Ac´chamel (brujo) y dejé de consultar al Jilol porque Jesús podía sanar todas nuestras enfermedades… los sábados el hermano Miguel nos enseñaba a leer y me quedaba en la ciudad para estar en la reunión del domingo.
A Miguel Caxlan, que era nuestro líder, le quemaron su casa. Entraron los caciques a rociar gasolina. El hermano tuvo que huir de Chamula vestido de mujer, para que no lo reconocieran. El hermano Miguel nos decía que teníamos que sufrir por seguir a Cristo, y él nos puso el ejemplo porque padeció muchas persecuciones por causa del Señor Jesús. En otros parajes de Chamula, como Nichen, los caciques persiguieron a los cristianos y les quemaron sus casas.
El hermano Miguel Caxlán regresó al municipio de Chamula, pero al paraje Majomut. Allí creyó en Cristo un señor de nombre Miguel Núñez con su mujer y su familia. Cuando los caciques de este paraje los supieron se enojaron muchísimo. Llegaron a su casa y los amarraron de las manos, y a su mujer la sacaron con sus hijitas. A él lo golpearon demasiado. Su esposa empezó a orar en el camino, pero los caciques no querían ni que llorara. La amenazaron que si lloraba la golpearían más; tampoco querían que “rezara”, o sea que orara. Cuando ella miró que su marido ya no se levantaba, ella pensó que estaba muerto, siguió orando y confiando en el Señor.
Durante el camino los caciques continuaron golpeando a Miguel Núñez. Al llegar a un pozo de agua los caciques lo tiraron para que muriera de una vez. Su esposa estaba muy triste porque él del pozo ya no iba a salir. Pero de repente como que alguien estuvo ahí adentro, no bajó el cuerpo hasta el fondo del agua, se levantó y lo tuvieron que sacar los caciques, diciendo “¿Estos hombres por qué no se mueren, qué tienen?”. El hermano ya estaba muy golpeado, y su esposa sufría mucho, sentía un gran dolor. Ella, al estar orando, escuchó una voz que le dijo: “No temas, porque tu esposo al rato se va a levantar”. Ella se puso muy contenta al oír esa voz que jamás imaginaba escucharía, en su corazón pensó: “Entonces Dios me habló y me dijo que mi esposo se levantaría otra vez”. Estas palabras fueron tremendas, porque su esposo ya no respiraba, ya estaba muerto, en ese instante vio que él se estaba levantando, se admiró y se alegró de la bondad de nuestro Dios. Miguel Núñez no sabía cuántas horas habían transcurrido. Llegaron a Chamula, los encarcelaron y al otro día los dejaron ir, se fueron a refugiar a San Cristóbal de Las Casas. Pasados los años esta familia que sufrió persecución llegó a vivir a Betania (colonia formada por los expulsados en 1980).
Los caciques comenzaron a perseguir a hermanos de mi paraje. Amarraron por igual a hombres, mujeres y niños. Lo mismo que los encarcelaron en una cuarto bien pequeñito. En mi caso los caciques vinieron a mi casa una noche (el 2 de agosto de 1967), como a las doce, primero encendieron una lámpara en la puerta y mis perros ladraban afuera. Yo no pensaba que llegarían a mi casa, porque no había un buen camino. Cuando vi en una esquina de mi casa fuego abrí la puerta, al abrirla ahí estaba un hombre de pie que me disparó, me hirió pero no lo sentí ni me dolió. Salí corriendo y estaba sangrando mucho, caí como a cinco metros, los atacantes pensaron que estaba muerta, pero me levanté y me fui caminando, lo hice sin ropa porque nuestra costumbre, cuando nos dormimos, es quitarnos la ropa y ponerla como almohada o cubrirnos con ella. Calculo que caminé como tres horas, sentía sed y encontré un poco de agua en un charco. Ya no podía colectar el agua, se me entumían las manos, tenía una bala en un brazo. Llegué a casa de un conocido pero no había nadie. Pensé que me iba a morir ahí mismo, pero en eso sentí como que alguien me levantó. Llegué a casa de un hermano que se llama Salvador, yo estaba bañada en sangre. Los hermanos me vieron de lejos y se asustaron al verme en esas condiciones. Me dieron ropa, me llevaron a San Cristóbal caminando, hicimos como ocho horas.
Me llevaron ante el Ministerio Público, donde me preguntaron: “¿Quién quiso matarte?”. Yo no podía responder, fue el hermano Miguel Caxlán quien informó que el motivo era por la Palabra de Dios. Me internaron en un hospital. Yo tenía 21 balas en mi cuerpo, me dijo el doctor. Aún tengo algunas que los médicos no pudieron sacar.
Mis hermanitos Domingo, Angelina y Dominga murieron en el incendio que provocaron los caciques. Mi sobrinita Angelina sobrevivió. Al otro día del ataque, cuando yo estaba llorando mucho por la muerte de mis hermanitos, el hermano Miguel Caxlán me decía que ellos no estaban muertos, que estaban con Dios, pero yo continuaba llorando. En cierta ocasión, en un sueño, vi a mis hermanitos que vinieron a decirme, tomándome de mis manos: “No llores Pascuala, no llores, nosotros no estamos muertos”. Yo les dije: “Pero ustedes están muertos, los mataron con machete y los quemaron”. Entonces uno de ellos respondió: “Sí, me machetearon, me quemaron, pero yo no lo sentí”. Yo le pregunté: “¿Cómo están allá?”. “Hay muchas casas, hay mucha gente, ellos me contestaron, y por tres ocasiones me dijeron que ya no llorara. Cuando se fueron desperté, y miré el lugar en donde habían estado en mi sueño. Desde entonces creí firmemente que mis hermanos no están muertos, que están con el Señor. Él es un Dios grande y vive.
A mí me tocó vivir esos años de mucha oposición a nosotros, los evangélicos. Hubo muchísimos hermanos expulsados con violencia. A quien años después sería mi esposo, lo aprehendieron y golpearon. También al hermano Miguel Caxlán, a quien recuerdo con mucho amor, lo persiguieron hasta que lograron raptarlo y lo asesinaron en 1981. Sus asesinos creyeron que matando a nuestro líder la comunidad cristiana evangélica se acabaría. No fue así, pese a tantas persecuciones la Iglesia entre los chamulas siguió creciendo con miles de convertidos.
El ejemplo de Pascuala López Hernández ha servido a varias generaciones de indígenas chamulas evangélicos para recordar el costo que debieron pagar sus antepasados por seguir “el Camino, la Verdad y la Vida” (Juan 14:6). Ella vive en Betania, Teopisca, a no mucha distancia de su poblado de origen. Es activa en la iglesia y sirve con entusiasmo a su comunidad. Siempre está dispuesta a relatar su testimonio, para recordar a sus oyentes que el señor la libró de las manos de sus perseguidores.
Autor: Carlos Martínez García es sociólogo, escritor, e investigador del Centro de Estudios del Protestantismo Mexicano.
© Carlos Martínez García, ProtestanteDigital.com (España, 2009).
Aporte: Silvia de Chiappero